jueves, 19 de agosto de 2010

Terrario (III): El Horror


A Javier se le agolpan las ideas, todas a un tiempo gritándole en los oídos, y entonces es el horror.
Es asistir a una manifestación de la cual desconoce los motivos porque simplemente pasaba cerca por error de cálculo y de pronto verse siguiendo un grupo con pancartas y la policía mirándole sólo a él desde detrás de esas gafas negras (horror), o es estirar el brazo desde la cama para coger el vaso de agua y beber con ansiedad esperando el alivio de las noches de verano y sentir deslizarse por la garganta junto con el agua fresca algo indeterminado, sólido, que se mueve con prisa o miedo por dentro, bajando irremediablemente por el tracto digestivo pero resistiendo, resistiendo (más horror), o es tocar con fascinación una gota de resina perfectamente ambarina y no poder luego deshacerse de ella en todo el día extendiéndose pegajosa, adhiriéndose más y más a la epidermis, incrustándose en ella e incluyendo trocitos de papel, de materia indeterminada, de color grisáceo, y frotar un dedo contra otro y sentir esa sensación, esos trenes silbando como por dentro de la cabeza. Es eso, y es también llegar al supermercado y (horror de horrores) buscar la lista de la compra, buscarla con desesperación pero sabiendo perfectamente (porque la visualiza perfectamente en el lugar donde la dejó antes de salir de casa) que no va a aparecer, aunque vacíe los bolsillos esparciendo el contenido por el suelo para diversión de la clientela que pasa cerca. El resultado: una especie de vértigo, accesos violentos de sudoración y una repentina preferencia de su rostro por los tonos verdes y blancos.
En esas situaciones siempre es necesario recurrir a Susana: incluso en los casos más difíciles ella invariablemente responde "azul", o "tres kilos", o simplemente guarda silencio con ademán divertido y consigue con ese sencillo gesto cristalizar la realidad, sublimar todas las posibilidades y todas las estereotipias en una certeza única, indiscutible. Y el tiempo vuelve a fluir de nuevo, ajeno a todo.

Susana, por su parte, encuentra en esos accesos de histeria injustificada una especie de ternura y compasión divertida, como de felicidad condensada, y asiste siempre con una alegría infinita la transmutación del rostro de Javier desde el pánico cerval al agradecimiento eterno, y a su vez Javier siempre admira esa capacidad de ella de no titubear, de ser capaz de perforar lo que parece un atisbo de realidad y que en el fondo es un engaño de lo más sutil y autocomplaciente.

Y así van poco a poco necesitándose cada vez más ("¿pero aún estáis en esa fase?"): Susana ávida de certezas y sirviéndole de referencia para no dejarle alejarse demasiado de la realidad y Javier construyendo pequeñas filigranas etéreas y alterando a todo el mundo con sus caprichos y sus obsesiones y sus manías pero también llenando de sonidos y colores nuevos todo ese espacio tan silencioso entre las cortinas que impone la rutina y la decencia ("¡...y la decencia, joven!")

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