martes, 10 de agosto de 2010

Terrario (I): Javier, sus hilos.


Hay como una intertextualidad implícita en todo lo que Javier vive estos días de verano en la ciudad.
Por ejemplo, hoy por la mañana rompe una vieja fotografía (tomada en otro tiempo y por otras manos en otro lugar) que tenía pegada en el espejo de su habitación y nada más abordar la calle para ir a espantar esos fantasmas translúcidos le entrevistan para una encuesta (Holabuenastardes, ¿tiene un minuto nada más?) sobre abrillantadores de cristales (comparado con otras marcas comerciales, el nuestro es más eficiente en cualquier tipo de).
Más tarde pasa cerca de un expositor de una tienda de libros de segunda mano que hay en una calle estrecha cuya silueta recortada contra el cielo hizo sus delicias un día que tenía en sus manos la cámara y la inspiración (el viento y un tendedero con sábanas infantiles al sol hicieron el resto), y en el escaparate un espíritu creador ha colocado a modo de decoración (cosas del art nouveau) un paraguas del que sólo quedan las varillas, como un esqueleto; no da ni tres pasos, y un diluvio en miniatura se cuela por su nuca y le empapa la espalda y la cabeza. El sol está radiante, no le extraña nada por tanto al mirar hacia arriba que las macetas que gotean sean precisamente esas.

En fin, son sólo ejemplos. Lo más probable es que el humor que gasta esos días (esa desocupación perpetua, ese acorchar suave de la mente arrullada por el bochorno gris de las calles asfaltadas) le esté jugando malas pasadas. Eso dice Susana cuando él la llama al trabajo interrumpiéndola para contarle sus accesos de paranoia, "tienes la mente como un pájaro o un mendigo, receptiva pero poco procesiva", dice, riéndose. A él le parece bien, lo del mendigo. A veces se sienta a leer en las plazas, o a hacer que lee y observar a ese anciano que vende flores y que golpea la papelera sobre la que se apoya cada vez que pasa una chica guapa (plas!) o joven (plas!) o chica(plas!), y que a veces se enisimisma y se acuerda (tarde) de golpear la papelera metálica y las chicas se vuelven asustadas (gilipollas!) y él sonríe de forma bobalicona y les ofrece una rosa e instantáneamente vuelve a prestar atención no vaya a despistarse de nuevo.

Javier, mendigo en horario de 16h00 a 19h00, se recoge para llegar a tiempo a la sesión de cine y al llegar a su coche aprecia, consternado, la fina capa de polvo que cubre el parabrisas delantero y que (predice) va a transmutarse en fango en cuanto su afán sea resolutivo si quiere llegar a tiempo.

Entonces, se rasca la coronilla y trata de recordar, porque a veces no quiere ver los hilos invisibles que se tejen a su alrededor como una telaraña, pero algo en su mente chasquea los dedos, y entonces piensa que el día ha conseguido finalmente morderse la cola, y llama a Susana porque va a llegar un poco tarde y la ciudad y las prisas le hacen olvidarse del maldito nombre del detergente que dejaba los cristales impolutos, y suelta un juramento entre dientes cuando se visualiza a sí mismo tirando a la basura el ticket regalo que le ofrecían esta mañana.

Empieza a llover.

Javier piensa que empieza a tener ganas de volver a trabajar, no puede ser de verdad que esté perdiendo el sentido común y el tiempo de esa manera desaforada. Eso, o decidirse a escribir un diario, seguro que si lo publica se gana una fortuna.

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