jueves, 4 de junio de 2009

Estos Mundos (IV): Realidades.

Sentía, de vez en cuando, unos accesos de alegría terribles. Súbitos. Le apetecía saltar bancos, tumbarse en el césped y jugar a ver figuras en las nubes. Unas ganas enormes de fotografiar flores o insectos, tomar los coloridos reflejos y ponerlos como fondo de escritorio. Sentía que la vida le exudaba por la piel, le asaltaban los colores, los aromas, todo se le echaba encima como explosiones floridas.

Le apetecía en esos momentos plasmar las sensaciones en papel y enviarlas en cartas anónimas. Entonces, cogía un pliego blanco y unas pinturas de madera, o una agenda y un bolígrafo y se sentaba dispuesto a volcar todo.

Le sucedía también que como se sentía torpe e incapaz de conseguir tal objetivo, la mayoría de las veces se frustraba, arrugaba los papeles emborronados, tiraba los enseres a la esquina más alejada de la habitación y se acostaba rumiando un mal humor latente.

Como siempre también, terminaba soñando con días enteros remoloneando en la cama, con mariposas en el estómago, con su mano cálida apoyada en su nuca, lo cual era un contrasentido de nuevo porque cuando se despertaba y trataba de pasar su brazo por encima de su cintura y ella estaba a 11000 km de distancia, le dolía caer en alucinaciones tan grotescas, tan evidentes para la vida real.

Poco a poco empezaba a dibujarse en su mente la certeza de que el origen de su incapacidad para imaginar personajes de novela opacos, sólidos, radicaba en que lo más impensable de su vida era en realidad lo que le sucedía a diario, lo cotidiano.

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