(Ray, grande Ray Bradbury... )
EL PICNIC DE UN MILLÓN DE AÑOS.
Ray Bradbury
De
algún modo mamá tuvo la idea de que quizás a todos les gustaría ir de pesca.
Pero Timothy sabía que no eran palabras de mamá. Las palabras eran de papá, y
las dijo mamá en vez de él.
Papá restregó los pies en un montón de guijarros
marcianos y se mostró de acuerdo. Siguió un alboroto y un griterío; el
campamento quedó reducido rápidamente a cápsulas y cajas. Mamá se puso un
pantalón de viaje y una blusa, y papá llenó la pipa con dedos temblorosos,
mirando fijamente el cielo marciano, y los tres chicos se apilaron gritando en
la lancha de motor, y ninguno de ellos, excepto Timothy, se ocupó de mamá y de
papá.
Papá apretó un botón. El motor emitió un zumbido que
se elevó en el aire. El agua se agitó detrás, la lancha se precipitó hacia
delante, y la familia gritó:
—¡Hurra!
Timothy, sentado a popa, puso dos deditos sobre los
velludos dedos de papá y miró cómo se
retorcía el canal y cómo se alejaban del lugar en ruinas adonde habían llegado
en el pequeño cohete, directamente desde la Tierra.
Recordaba aún la noche anterior a la partida, las
prisas y los afanes, el cohete que papá había encontrado en alguna parte, de
algún modo, y aquella idea de pasar unas vacaciones en Marte. Marte estaba
demasiado lejos para ir de vacaciones, pero Timothy pensó en sus hermanos
menores y no dijo nada. Habían llegado a Marte, y ahora iban a pescar. Así
decían al menos.
La lancha remontaba el canal. La mirada de papá era
muy extraña, y Timothy no la podía entender. Era una mirada brillante, y quizá
también aliviada; le arrugaba la cara en una mueca de risa más que de
preocupación o de tristeza.
El cohete, ya casi frío, desapareció detrás de una
curva.
—¿Durará mucho el paseo? —preguntó Robert.
La mano le saltaba como un cangrejito sobre el agua
violeta.
Papá suspiró:
—Un millón de años.
—¡Zas! —dijo Robert.
—Mirad, chicos. —Mamá extendió un brazo largo y
suave—. Una ciudad muerta.
Los chicos miraron con una expectación fervorosa, y la
ciudad muerta estaba allí, muerta sólo para ellos, adormilada en el cálido
silencio estival puesto allí por algún marciano hacedor de climas.
Y papá miró la ciudad como si le gustase que estuviera
muerta.
Eran unas pocas piedras rosadas, dormidas sobre unas
dunas; unas columnas caídas, un templo solitario, y más allá otra vez las
extensiones de arena. Nada más, un desierto blanco a lo largo del canal, y
encima un desierto azul.
De
repente un pájaro atravesó el espacio, como una piedra lanzada a un lago
celeste; golpeó, se hundió y desapareció.
Papá lo miró con ojos asustados.
—Creí que era un cohete.
Timothy observó el profundo océano del cielo, tratando
de ver la Tierra
en llamas, las ciudades en ruinas y los hombres que no dejaban de matarse unos
a otros. Pero no vio nada. La guerra era algo tan apartado y lejano como el
duelo a muerte de dos moscas bajo la nave de una enorme catedral silenciosa; e
igualmente absurda.
William Thomas se enjugó la frente y sintió en el
brazo la mano de Timothy, como una tarántula joven, arrobada.
—¿Qué tal, Timmy?
—Muy bien, papá.
Timothy no alcanzaba a imaginar qué estaba funcionando
ahora dentro de ese vasto mecanismo adulto que tenía al lado. Era un hombre de
gran nariz aguileña, tostado y despellejado por el sol, de brillantes ojos
azules, como las bolitas de ágata con que había jugado en la Tierra en las vacaciones de
verano, y de piernas largas y gruesas como columnas envueltas en pantalones
holgados.
—¿Qué miras, papá?
—Estoy buscando lógica terrestre, sentido común,
gobierno honesto, paz y responsabilidad.
—¿Todas esas cosas están allá arriba?
—No. No las he encontrado. Ya no están ahí. Y nunca
volverán a estarlo. Quizá nunca lo estuvieron.
—¿Eh?
—Mira el pez —dijo papá señalando el agua.
Se oyó un clamor de voces de soprano. Los tres chicos
doblaron los cuellos delgados sobre el canal, sacudiendo la lancha, diciendo
«¡oh!» y «¡ah!».
Un anillado pez de plata nadaba junto a ellos. De
pronto onduló y se cerró como un iris, devorando unos trocitos de comida.
Papá miró el pez y dijo con voz grave y serena:
—Es como la guerra. La guerra avanza nadando, ve un
poco de comida, y se contrae. Un momento después... ya no hay Tierra.
—William —dijo mamá.
—Perdona —dijo papá.
Inmóviles,
en silencio, miraron pasar las aguas del canal, frescas, veloces y cristalinas.
Sólo se oía el zumbido del motor, el deslizamiento del agua, el sol que
dilataba el aire.
—¿Cuándo veremos a los marcianos? —preguntó Michael.
—Quizá muy pronto —dijo papá—. Esta noche tal vez.
—Oh, pero los marcianos son una raza muerta —dijo
mamá.
—No, no es cierto. Yo os enseñaré algunos marcianos
—replicó papá.
Timothy frunció las cejas, pero no dijo nada. Todo era
muy raro ahora. Las vacaciones y la pesca y las miradas que se cruzaba la
gente.
Los otros dos chicos ya estaban buscando marcianos, y
protegiéndose los ojos con las manitas examinaban los pétreos bordes del canal
a dos metros por encima del agua.
—Pero ¿cómo son los marcianos? —preguntó Michael.
Papá se rió de un modo extraño y Timothy vio que un
pulso le latía en la mejilla.
—Lo sabrás cuando los veas.
La madre era esbelta y suave, con una trenza de pelo
de oro rizado en lo alto de la cabeza, como una tiara, y ojos morados, con
reflejos de ámbar, del color de las aguas profundas del canal cuando la
corriente se deslizaba a la sombra. Se le podían ver los pensamientos nadando
como peces en los ojos; unos brillantes, otros sombríos, unos rápidos y
fugaces, otros lentos y pacíficos; y a veces, como cuando miraba la Tierra, los ojos eran sólo
color y nada más. Estaba sentada a proa, con una mano en el borde de la lancha
y la otra sobre los oscuros pantalones azules; una línea de piel tostada por el
sol le asomaba bajo la blusa, abierta como una flor blanca.
Miró hacia delante, y, como no pudo ver con claridad,
miró hacia atrás, hacia su marido, y reflejado en sus ojos vio entonces lo que
había delante. Y como él añadía algo de sí mismo a ese reflejo, una resuelta
firmeza, la mujer se tranquilizó y la aceptó, y se volvió otra vez,
comprendiendo de pronto dónde tenía que buscar.
Timothy miraba también. Pero sólo veía un canal recto,
como una línea de lápiz violeta que cruzaba un valle amplio y poco profundo;
las colinas antiguas y bajas se extendían hasta el borde del cielo. Y el canal
continuaba, atravesando unas ciudades que habrían sonado como escarabajos
dentro de una calavera si alguien las hubiese sacudido. Eran cien o doscientas
ciudades que dormían envueltas en los sueños de los tibios días del verano y en
los sueños de las noches frías de invierno...
La familia había viajado millones de kilómetros para
esto: una excursión de pesca. Pero en el cohete tenían un arma. Era una
excursión, pero ¿para qué habían escondido tanta comida cerca del cohete?
Vacaciones. Pero detrás del velo de las vacaciones no había caras dulces y
risueñas, sino algo duro y huesudo y quizá terrible. Timothy no podía levantar
ese velo, y los otros dos chicos estaban ocupados ahora, pues sólo tenían diez,
y ocho años.
Robert apoyó la barbilla en forma de V en el hueco de
las manos y observó con ojos muy abiertos las orillas del canal.
—No veo marcianos todavía.
Papá había traído una radio atómica de pulsera.
Funcionaba según un anticuado principio: se aplicaba contra los huesos del oído
y vibraba cantando o hablando. Papá la escuchaba con un rostro que parecía una
ciudad marciana en ruinas: pálido, enjuto y seco, casi muerto.
Luego pasó el aparato de radio a mamá. Mamá escuchó
con la boca abierta.
—¿Qué... ? —empezó a preguntar Timothy, pero no
terminó lo que quería decir.
En ese momento se oyeron dos titánicas explosiones que
los sacudieron hasta los tuétanos, seguidas de una media docena de débiles
temblores.
Alzando bruscamente la cabeza, papá aumentó en seguida
la velocidad de la lancha. La lancha saltó y se torció y voló. Esto acabó con
los temores de Robert, y Michael, dando gritos de miedo y sorprendida alegría,
se abrazó a las piernas de mamá y miró el agua que le pasaba por debajo de la
nariz en un alborotado torrente.
Papá desvió la lancha, aminoró la velocidad, y llevó
la embarcación por un canal estrecho hasta debajo de un antiguo y ruinoso
muelle de piedra que olía a carne de crustáceo. La lancha golpeó el muelle, y
todos fueron despedidos hacia delante, pero nadie se lastimó, y papá se inclinó
en seguida sobre la borda para ver si los rizos del agua borraban la estela de
la lancha. Las ondas del canal se entrecruzaron, golpearon las piedras,
retrocedieron encontrándose otra vez, se detuvieron, moteadas por el sol.
Desaparecieron.
Papá escuchó. Todos escucharon.
La respiración de papá resonaba como si unos puños
golpearan las húmedas y frías piedras del muelle. En la sombra, los ojos de
gato de mamá observaban a papá buscando algún indicio de lo que iba a pasar
ahora.
Papá se tranquilizó y suspiró, riéndose de sí mismo.
—Era el cohete, por supuesto. Estoy cada vez más
nervioso. El cohete.
—¿Qué ha pasado, papá, qué ha pasado? —preguntó
Michael.
—Nada, que hemos volado el cohete —dijo Timothy
tratando de hablar en un tono indiferente—. He oído antes ese ruido, en la Tierra. El cohete
estalló.
—¿Por qué volamos el cohete? —preguntó Michael—. ¿Eh,
papá?
—Es parte del juego, tonto —dijo Timothy.
La palabra entusiasmó a Michael y a Robert.
—¡Un juego!
—Papá lo arregló para que estallara. Así nadie puede
saber dónde estamos. Por si vienen a buscarnos, ¿entiendes?
—¡Qué bien! ¡Un secreto!
—Asustado por mi propio cohete —le dijo papá a mamá—.
Estoy muy nervioso. Es tonto pensar en otros cohetes. Quizás uno... Si Edward y
su mujer consiguieron salir de la
Tierra.
Se llevó otra vez el diminuto aparato de radio a la
oreja. Dos minutos después, dejó caer la mano como quien deja caer un trapo.
—Por fin se acabó —le dijo a mamá—. La radio acaba de
perder la onda atómica. Ya no hay más estaciones en el mundo. Sólo quedaban dos
en estos últimos años. Todas callaron ahora, y así seguirán probablemente.
—¿Por cuánto tiempo, papá? —preguntó Robert.
—Quizá vuestros bisnietos vuelvan a oírlas —contestó
papá, y tuvo una sensación de terror, derrota y resignación que alcanzó a los
niños.
Finalmente papá guió otra vez la lancha hacia el canal
y continuaron el paseo.
Se hacía tarde. El sol descendía. Una hilera de
ciudades muertas se extendía delante de ellos a lo largo del canal.
Papá les habló a sus hijos muy serenamente y en voz
baja. Muchas veces, en otros tiempos, se había mostrado inaccesible y severo,
pero ahora les hablaba acariciándoles la cabeza. Los niños lo notaron.
—Mike, elige una ciudad.
—¿Qué papá?
—Elige una ciudad. Cualquiera.
—Bueno —dijo Michael—. ¿Cómo la elijo?
—Elige la que más te guste. Y vosotros, Robert, Tim,
elegid también la que más os guste.
—Yo quiero una ciudad con marcianos —dijo Michael.
—La tendrás —dijo papá—. Te lo prometo.
Hablaba con los chicos, pero miraba a mamá.
En veinte minutos pasaron ante seis ciudades. Papá no
volvió a hablar de explosiones. Prefería, aparentemente, divertirse con sus
hijos, verlos reír, a cualquier otra cosa.
A Michael le gustó la primera ciudad, pero los demás
no le hicieron caso, pues no confiaban en juicios apresurados. La segunda
ciudad no le gustó a nadie. Era un campamento terrestre de casas de madera que
ya estaba convirtiéndose en serrín. La tercera le gustó a Timothy porque era
grande. La cuarta y la quinta eran demasiado pequeñas, y la sexta provocó la
admiración de todos, incluso de mamá, que se sumó a los «¡ah!» y «¡oh!» y a los
«¡mirad eso!».
Era una ciudad de cincuenta o sesenta enormes
estructuras, en pie todavía; había polvo en las calles de piedra, uno o dos
surtidores latían aún en las plazas. Lo único vivo: unos chorros de agua a la
luz de la tarde.
—Ésta es la ciudad —dijeron todos.
Papá guió la lancha hacia un muelle y desembarcó de un
salto.
—Ya estamos. Esto es nuestro. Aquí viviremos desde
ahora.
—¿Desde ahora? —exclamó Michael, incrédulo, poniéndose
de pie. Miró la ciudad y se volvió parpadeando hacia el lugar donde había
estado el cohete—. ¿Y el cohete? ¿Y Minnesota?
—Aquí —dijo papá, y tocó con el aparatito de radio la
cabeza rubia de Michael—. Escucha.
Michael escuchó.
—Nada —dijo.
—Eso es. Nada. Nada, para siempre. No más Minneapolis,
no más cohetes, no más Tierra.
Michael meditó unos instantes en la fatal revelación y
rompió en unos sollozos entrecortados.
—Espera, Mike —le dijo papá en seguida—. Te doy mucho
más a cambio.
Michael, intrigado, contuvo las lágrimas, aunque
dispuesto a continuar si la nueva revelación de papá era tan desconcertante
como la primera.
—Te doy esta ciudad, Mike. Es tuya.
—¿Mía?
—Sí, de los tres: tuya y de Robert y de Timothy.
Exclusivamente vuestra.
Timothy saltó de la lancha.
—¡Todo es nuestro, todo!
Continuaba jugando con papá, y jugaba a fondo y bien.
Más tarde, cuando todo concluyera y se aclarara, podría separarse de los demás
y llorar a solas diez minutos. Pero ahora era todavía un juego, una excursión
familiar, y los otros dos chicos tenían que seguir jugando.
Mike y Robert saltaron de la lancha y ayudaron a mamá.
—Cuidado con vuestra hermana —dijo papá, y nadie supo,
hasta más tarde, lo que quería decir.
Entraron en la vasta ciudad de piedra rosada,
hablándose en voz baja, pues las ciudades muertas invitan a hablar en voz baja,
y observaron la puesta del sol.
—Dentro de unos cinco días —dijo papá— volveré al
lugar donde estaba el cohete y recogeré la comida escondida en las ruinas y la
traeré aquí. Después buscaré a Bert Edwards, su mujer y sus hijas.
—¿Hijas? —preguntó Timothy—. ¿Cuántas?
—Cuatro.
—Ya veo que eso nos traerá preocupaciones —dijo mamá
meneando la cabeza.
—Chicas —dijo Michael, y torció la cara como una vieja
y pétrea imagen marciana—. Chicas.
—¿También vienen en cohete?
—Sí. Si consiguen llegar. Los cohetes familiares se
construyen para ir a la Luna,
no a Marte. Nosotros tuvimos suerte.
—¿Dónde conseguiste el cohete? —susurró Timothy
mientras los otros dos chicos corrían adelantándose.
—Lo guardé durante veinte años, Tim. Lo escondí,
esperando no tener que usarlo. Supongo que tenía que habérselo entregado al
gobierno, para la guerra, pero pensaba constantemente en Marte...
—Y en un picnic.
—Eso es. Esto queda entre nosotros. Cuando vi que todo
acababa en la Tierra,
y después de haber esperado hasta el último momento, embarqué a la familia. También
Bert Edwards tenía escondido un cohete, pero nos pareció mejor no partir
juntos, por si alguien intentaba derribarnos a tiros.
—¿Por qué volaste el cohete, papá?
—Para que nunca podamos volver. Y de este modo,
además, si alguno de aquellos malvados viene a Marte, no sabrá que estamos
aquí.
—¿Por eso miras siempre el cielo?
—Sí, es una tontería. No nos seguirán nunca. No tienen
con qué seguirnos. Me preocupo demasiado, eso es todo.
Michael volvió corriendo.
—¿Esta ciudad es de veras nuestra, papá?
—Todo el planeta es nuestro, hijos. Todo el bendito
planeta.
Allí estaban, el Rey de la Colina, el Señor de las
Ruinas, el Dueño de Todo, los monarcas y presidentes irrevocables, tratando de
comprender qué significaba ser dueños de un mundo, y qué grande era realmente
un mundo.
La noche cayó rápidamente en la delgada atmósfera, y
papá los dejó en la plaza, junto al surtidor intermitente, llegó hasta la
embarcación, y volvió con un paquete de papeles en las manos.
Amontonó los papeles en un viejo patio y los encendió.
Todos se agacharon alrededor de las llamas calentándose y riéndose, y Timothy
vio que cuando el fuego las alcanzaba, las letritas saltaban como animales
asustados. Los papeles crepitaron como la piel de un hombre viejo, y la hoguera
envolvió innumerables palabras:
«TÍTULOS DEL GOBIERNO; Gráficas comerciales e
industriales, 1999; Prejuicios religiosos, ensayo: La ciencia de la logística;
Problemas de la
Unidad Americana; Informe sobre reservas, 3 de julio de 1998;
Resumen de la guerra...»
Papá había insistido en traer estos papeles, con este
propósito. Los fue arrojando al fuego, uno a uno, con aire de satisfacción y
explicó a los chicos qué significaba todo eso.
—Ya es hora de que os diga unas pocas cosas. No fue
justo, me parece, que os las haya ocultado. No sé si entenderéis, pero tengo
que decirlo, aunque sólo entendáis una parte.
Arrojó una hoja al fuego.
—Estoy quemando toda una manera de vivir, de la misma
forma que otra manera de vivir se quema ahora en la Tierra. Perdonadme
si os hablo como un político, pero al fin y al cabo soy un ex gobernador; un
gobernador honesto, por eso me odiaron. La vida en la Tierra nunca fue nada
bueno. La ciencia se nos adelantó demasiado, con demasiada rapidez, y la gente
se extravió en una maraña mecánica, dedicándose como niños a cosas bonitas:
artefactos, helicópteros, cohetes; dando importancia a lo que no tenía
importancia, preocupándose por las máquinas más que por el modo de dominar las
máquinas. Las guerras crecieron y crecieron y por último acabaron con la Tierra. Por eso han
callado las radios. Por eso hemos huido...
»Hemos tenido suerte. No quedan más cohetes. Ya es
hora de que sepáis que esto no es una excursión de pesca. He ido demorando el
momento de decirlo. La Tierra
ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá
nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos.
Sois jóvenes. Os repetiré estas palabras, todos los días, hasta que entren en
vosotros.
Hizo una pausa y alimentó el fuego con otros papeles.
—Estamos solos. Nosotros y algunos más que llegarán
dentro de unos días. Somos bastantes para empezar de nuevo. Bastantes para
volver la espalda a la Tierra
y emprender un nuevo camino...
Las llamas se elevaron subrayando lo que decía papá. Y
luego todos los papeles desaparecieron, menos uno. Todas las leyes de la Tierra fueron unos pequeños
montículos de ceniza caliente que pronto se llevaría el viento.
Timothy miró el papel que papá arrojaba al fuego. Era
un mapa del mundo. El mapa se arrugó y retorció entre las llamas, y desapareció
como una mariposa negra y ardiente. Timothy volvió la cabeza.
—Ahora, os voy a mostrar los marcianos. Venid todos.
Ven, Alice —dijo papá tomando a mamá de la mano.
Michael lloraba ruidosamente, y papá lo alzó en brazos
y todos caminaron por entre las ruinas, hacia el canal.
El canal. Por donde mañana, o pasado mañana, vendrían
en bote las futuras esposas, unas niñitas sonrientes, acompañadas de sus
padres.
La noche cayó envolviéndolos, y aparecieron las
estrellas. Pero Timothy no encontraba la Tierra en el cielo. Se había puesto. Era algo que
hacía pensar.
Un pájaro nocturno gritó entre las ruinas.
—Vuestra madre y yo procuraremos instruiros —dijo
papá—. Tal vez fracasemos, pero espero que no. Hemos visto muchas cosas y hemos
aprendido mucho. Este viaje lo planeamos hace varios años, antes de que
naciérais. Creo que aunque no hubiese estallado la guerra habríamos venido a
Marte y habríamos organizado aquí nuestra vida. La civilización terrestre no
hubiese podido envenenar a Marte en menos de un siglo. Ahora, por supuesto...
Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y
reflejaba la noche.
—Siempre quise ver un marciano —dijo Michael—. ¿Dónde
están, papá? Me lo prometiste.
—Ahí están —dijo papá, sentando a Michael en el hombro
y señalando las aguas del canal.
Los marcianos estaban allí. Timothy se estremeció.
Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en
el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.
Los marcianos les devolvieron una larga, larga mirada
silenciosa desde el agua ondulada...
..."
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